25 Sep
25Sep

Caminando en el prado lleno de césped seco y crecido, algunas espigas de trigo van molestando en el camino, pero aún se conserva un sendero, el que se utiliza para regresar a la vieja casa.

Bajando las grandes escaleras de cemento con dificultad, tambaleándose un poco, finalmente sus pies tocan el suelo y con una caminata peculiar para disimular el dolor de espalda y la cojera, entra a la cocina oscura. Hay un olor a polvo que invade el olfato, las miradas son imperceptibles aquí dentro la casa está invadida de sombras, todo está inmerso en la oscuridad parcial. Algunas ventanas están cubiertas de muebles que llevan dentro mil y un chucherías que llevan al recuerdo.  

Se saca la boina, se quita su chaqueta, la pone en el espaldar de su silla y se sienta. La piel, arrugada de tantos gestos que quedan en la memoria. Cruza pesadamente los brazos, los apoya en su estómago, mira al frente y se frunce; de esta forma me hace saber que está listo.

Le sirven un cuba libre preparado con un ron recibido como regalo en un vaso medio lleno, que para él será medio vacío, ya que dos vasos después las palabras no son necesarias, se vale únicamente de sus gestos y señas con las manos para contar sus historias.

Mira a su mujer de vez en cuando, con picardía y disimulo, para susurrar una de las fechorías que llevó a cabo durante su vida, algunas incluyen mujeres, otras no, pero en todas Don Alfonso se sale con la suya.

***

Su padre se llamaba Alfonso Baquero, era una buena persona y coronel del ejército. Pero su viejo fue Julio Enrique Acevedo, su padrastro. De quien obtuvo el gusto por el aprendizaje, pero sobre todo a apreciar la figura femenina.

“Uuuh, decían más sus acciones que las palabras”- confiesa su hijastro- “porque era bastante pirata mi viejo”.

El Acevedo, un guayaco alto, extremadamente culto, delgado, con bigote y medio calvo toda la vida, siempre iba enternado, hasta los fines de semana, era un avión con las señoritas, sin importarle etnia, posición socio económica ni apariencias; si era mujer y se lo permitía, caía porque sí.

El desdichado Don Juan estaba casado con América Fiallo, una mujer hermosa, de tez blanca, casi como porcelana, un cuerpo espectacular, ojos verdes impresionantes y cabello castaño claro que la hacía parecer europea, claro que su esposo tampoco se quedaba atrás, ambos tenían toda la pinta de ser extranjeros. Le encantaban las fiestas, el trago, bailar y jugar cartas; ambos eran bailarines y fiesteros empedernidos, casi como almas gemelas.

Entre todos los viajes que realizaba América, un buen día, olvida un cepillo de dientes en casa. Al regresar encuentra al querido Acevedo en la cama con la empleada de turno. El resto es historia. La señora Fiallo disculpó a ambos, debió ser porque, como dice su hijo, “Ella era los dos polos opuestos de la existencia. Era un ángel casi todo el tiempo, pero guando pegaba, pegaba”.

Era poco probable que el Acevedo deje de ser mujeriego como también lo era que América dejase de viajar, pero, ¿si se amaban?, con todo el corazón, siempre. 

Pero así también como fue un gran conquistador, el Acevedo también fue un gran padre. Tenía dos hijas y tres hijastros, una mujer, Ivonne, y dos varones, Eduardo y Alfonso, él les crio sin diferencias: “Cuando había para el cine para Julito Enrique, había cine para nosotros, sino no había para nadie. Era muy decente en ese sentido”.

***

Alfonso Baquero es un quiteño conocido por amar la literatura, la música y la poesía tanto como a las mujeres, la comida y la diversión. Una persona muy culta, de mucho conocimiento y renombre, trabajador hasta más no poder durante el día y malhechor bien conocido durante la noche; sin falta va como un niño jugando a las escondidas a buscar diversión. Se encontraba con sus amigos del alma para compartir una velada llena de tragos, canciones y mujeres en balcones.

Esa noche tan borracha que parecía que dio la vuelta al mundo unas siete veces, tocaban sin más, a cualquier señorita que aparezca en su balcón a esa hora en las calles de Guayaquil.

Alfonso, de 17 años, era físico culturista, de esos monstruos que pueden meterte una paliza. Comía bien, iba al gimnasio de la vieja casona de la universidad, salía diagonal a la distribuidora de leche y, con sus compañeros, se tomaba dos litros enteros, sin chistar, y se iba a trabajar.

 Consumía tantas vitaminas que se aseguraba de ir dos veces a la semana al mercado central por su copita de sangre de tortuga para estar fibrita. Pero en las noches, se volaba a dar serenos. 

Por las calles de la ciudad, aparecían, “el Cuellito”, famoso por despertar no solo a tres, sino a cuatro barrios a la redonda con su vozarrón, Washington Miranda. El bolerista, el Meneses y el tanguero, Alfonso Baquero. Cada uno agarrado a su arma de combate, una guitarra; menos el Meneses, él iba agarrado a un acordeón, se pegaban unas serenatas de lujo.

 Los maleantes comenzaban la ruta. Cada noche era diferente, paseaban por todo Guayaquil, y como rindiendo homenaje a los chullas, el trago no podía faltar y las broncas tampoco.

“En cada parada nos agarrábamos unas broncas con los vecinos; salían volando guitarras, patadas, puño limpio y hasta botellas. Menos el Meneses, que agarraba el acordeón y casi llorando decía: ´no, no, mi acordeón no, por favor´. Me metieron un botellazo en la cabeza, ¡Ayayay! El chichón que me dejaron… de suerte la botella estaba llena, pero me quede inconsciente. Mis amigos me agarraron y me dejaron medio muerto en el balde de la camioneta, se fueron a seguir bebiendo, cosa que a las tres de la madrugada me botaron en mi casa, y le han dicho a mi mamá: ´Tranquila ya se ha de despertar´ y se han ido riendo”.

 Pero el chichón no fue lo único que las noches quisieron cobrarle. El hígado también marchó. Su mamá, América, buscó al doctor más famoso en enfermedades hepáticas de Guayaquil, pero se negó a tratarle, esa enfermedad iba a quitarle la vida.

Pero el Acevedo se puso las pilas, se fue donde su amigo, el doctor Carlos Rodriguez, un ginecólogo y médico de cabecera en la clínica Monserrat.

El hígado ocupaba el tamaño de todo su estómago. Se sacaba la ropa interior y dejaba atrás un color amarillo,  era la bilis desbordándose internamente.

El doctor le dio un litro de un líquido denso y amarillo, aceite de oliva. Santo remedio, dejó de beber en exceso. Pero la dieta, ¡uy! La dieta… Al diablo la sopita de fideos. La comida china fue su debilidad, “suerte o tripa, capaz me muero, pero páseme que yo me como… si no me he muerto aún es porque hay alguien arriba que no me quiere”.

***

El sabor de chulla le persiguió hasta en el matrimonio. Desde los trece años se sabía que Alfonso iba a ser un galán. Su novia de ese tiempo de diecisiete años de edad podría confirmarlo. Entre todas las historias de amor, desamor y feo amor, está la favorita de todos.

La tarde era tranquila, Martha de Baquero estaba en la cocina, tenía unos cinco meses de embarazo y tres hijos de los que hacerse cargo. La limpieza era un deporte extremo, enfrentándose a la realidad, escucha la puerta. 

Una señorita pequeña, morocha de ojos y cabello oscuro la esperaba del otro lado. Pasaron a la sala, la mujer no tardó en hablar y afirmar a Martha que su marido no la ama, que no lo retenga y que le otorgue el divorcio.

Un silencio invadió la habitación, probablemente la conmoción que le provocó la noticia hizo que su mente se apague. Solo reaccionó para escuchar la siguiente petición.

-“¿Puedo ver a su hijo? Me dijo Alfonso que se parece mucho a él, quería comprobarlo.”

Martha, aún abrumada y casi como un muerto viviente, la guio a la habitación de su hijo, el pequeño de un año dormía plácidamente en su cuna. La señorita hizo un gesto desagradable, “no se parece a Alfonso…”

En el camino a la sala la señorita no paraba de hablar, pero todo lo que salía de su boca no entraba en la cabeza de Martha, hasta que al llegar a la sala pronunció estas terribles palabras: “yo me haré cargo de sus hijos, no se preocupe, pero no retenga a Alfonso”.

El alma de Martha le regresó al cuerpo, la regresó a ver, bastó esa mirada intensa para hacerle saber que no aceptaría. Podría llevarse a su esposo, “¡pero a mis hijos no te los doy ni estando muerta!”. 

La escena terminó con la salida de la señorita por la puerta principal. Pero el segundo acto apenas comenzaba.

Martha cogió toda la ropa de Alfonso y la empacó, la furia se le notaba en la mirada, la forma en la que amontonaba la ropa en una maleta que casi ni cerraba, estaba lista para despedirlo.

Los momentos de espera fueron eternos, aunque él estaba por llegar, la mente de Martha se aceleraba, sabía que el desdichado le negaría todo, pero entre todas las ideas de su cabeza, logró recordar que la mujer le confesó que le regaló una cadena de plata a su marido, la que siempre llevaba puesto.

Finalmente, Alfonso llegó, fue hacia la puerta y vio su maleta lista. Martha, estaba lista para atacar, de un brinco le arrancó la cadena del cuello y la tiró al aire. Le dijo: “¿tus amigos turcos te dieron eso? Pues no, ya me enteré de todo. ¡Te vas!”

La escena que sucede a continuación incluye a Alfonso negando lo sucedido, alegando que su esposa está loca y pasándole un pañuelo remojado de agua fría en la frente. “No te pongas así, te va a hacer daño”, le decía. Pero esto no se iba a quedar así, Martha cogió una grabadora que tenía Alfonso por ahí, la reprodujo y comprobó lo que estaba diciendo.

Alfonso se quedó de una pieza, sabía que perdió la pelea. Trató de explicarle que ella es su esposa, que tiene deslices como hombre pero siempre le amará. Martha no escuchó una palabra.

Ese mismo instante, Alfonso fue a encontrarse con la señorita, unos años más joven que él. Siempre tenía la decencia de hacerles saber a sus compañeras que él era un hombre casado y con hijos, ella no fue la excepción. Se terminó la relación entre lloriqueos de una muchachita que cometió un grave error, haberse metido con la señora y la familia de Alfonso.

 Días después, cuando las cosas se calmaron, Alfonso le declaró su amor a Martha diciéndole que ella es su esposa, pase lo que pase, si alguna vez llegaran a divorciarse o separarse, ella sería la única que llevará su apellido. Después de un tiempo las cosas volvieron a la normalidad.

Pero ésta no fue la primera, ni la última. A Alfonso le seguía picoteando la galantería, tanto fue que la siguiente vez tuvo un amorío a tres casas de la suya, con una mujer casada también.

Si Martha no fue a la casa de la señora esa vez, fue porque era una señora delicada, pero ese mismo día aplastó su anillo de bodas y se lo tiró a su esposo en la cara. Fruncida y con odio en la mirada le dijo, “yo no necesito de tu apellido”.

Si el Diablo hubiera personificado la picardía combinada con una de esas suertes malintencionadas, todo hubiera ido a Alfonso. Marcado el alma y el corazón de historias, llenas de risas desvergonzadas, excesos y desproporciones, esa, sería la vida de este chulla medio hecho. Siempre vestido con guayabera y su pantalón de lino, con guitarra en mano y por ahí uno que otro trago, sigue conquistando el mundo una travesura a la vez. 

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